La mini-moto
Aparco en un garaje medio vacío. O medio lleno. Según lo optimista que seas.
Apago la radio porque va a sonar la de Shakira. Salió antes de ayer y ya es insoportable.
Todavía no me he desabrochado el cinturón cuando levanto la cabeza y veo a un niño que ni siquiera ha hecho la Comunión poniéndose un casco. No sabe abrochárselo. Su padre le echa una mano, no vaya a escalabrarse.
El hermano mayor aparece. Va encorvado sujetando un bicho. En realidad es una mini-moto de cross, pero parece una bici de estas que arrastran los bebés con los pies y que te regala Caprabo cuando hay promoción con los Petit Suisse.
La veo y me acuerdo.
La veo y me acuerdo de cuando mi abuelo me regaló la mía. No era de cross, era de «moto GP», porque con 7 años tenía la misma idea que ahora de motos y de mujeres: ninguna.
Habíamos quedado para comer. Estaba aparcada en la calle enfrente del restaurante, en una de esas tiendas que la modernidad y los censores de la diversión acabaron por prohibir. Los niños cada vez hacen menos cosas de niños, las máquinas las hacen por ellos.
–¿Cuál te gusta?
–Esta. La de Pedrosa.
–Nos la llevamos.
Mi abuelo la arrancó como quien arranca una motosierra, condujo hasta la siguiente esquina para comprobar que, efectivamente, mi vida correría peligro y pagó 500€ en efectivo, que ahora también está prohibido. Y era de gasolina, que pronto lo estará.
Entramos al restaurante con una moto en brazos y mi madre al borde del desmayo.
–Le habrás comprado también el casco, ¿no?
–No había de su talla.
–¿Y de moto sí que había talla?
Descubrí que mi abuelo era el niño y que así es como hay que ir por la vida: sudándotela todo, porque aquí hemos venido a disfrutar.
Eso y que hay que llevar siempre encima 500€ en efectivo por si tu nieto te pide una moto un domingo a mediodía (que sean 550€ por si hay casco de su talla).
No sé dónde duerme esa mini-moto. La tuneé con pegatinas que quedaron como el culo y supe que nunca me haría un tatuaje.
Salgo del coche. Los tres se me miran y dudan si llamaré a la Guardia Civil. No, hombre, no. El chaval se sube a una moto que le llega al hombre mientras sus amigos juegan a Fornite, se inician en el porno con un móvil al que sus padres no tienen acceso o resuelven problemas de álgebra con perspectiva de género.
El padre le aguanta del sillín pero le dice que suelte, coño, que él solo puede. Acelera y conduce a tirones, porque se imagina la bronca de mamá si se raspa las piernas.
Circuito improvisado entre coches, pilares y cepos. Valiente pero ojo no te flipes. Con huevos (y pies) de plomo. Como el que se juega el apellido, el que torea o el que le habla a la chica guapa de la universidad.
Ahí va el tío, preparado para la vida, donde no hay casco que valga.