–Kat, ¿hablas francés?
–Mi madre quería que aprendiera francés. Y piano. No quería que fuera a la guerra. "No es para ti", me decía. "Morirás en seguida". Quería demostrarle que sí podía. Y mira dónde estamos ahora. En unas semanas, estaremos en París. No puedo quitarme dos años de granadas como unos calcetines, Paul. Nunca nos quitaremos ese hedor.
Mi padre quería que aprendiera inglés. Mi madre supongo que también, pero el que se cabreaba cuando paseábamos por Praga y yo no me atrevía ni a pedir la dirección de una cafetería era él.
En unos días estaré de vuelta en casa y el precio que he pagado con ríos y ríos de sangre nunca me lo quitará nadie. Porque esto no va de inglés, va de la vida. Y de vivirla. E igual te sirve.
Así que, ahora… ¿qué?
Me puedo arruinar, perder el coche y la casa y montarme una carnicería.
Puedo tener mi propio rebaño de ovejas, despiezarme un borrego y colgarlo en la despensa para cuando toque hacer chuletas.
Cuando España pete, que lo va a hacer y la cosa es saber cuándo, Australia o EEUU no serán un obstáculo porque ya lo he hecho. Solo. Acompañado será mucho más fácil.
Puedo hablar con un chef 50% londinense, 50% vietnamita y un irlandés de 29 años que parece que tiene 47 porque no le da el sol y no sentirme español porque soy uno más en la conversación.
–Papá, ¿eso convalida aprender inglés?
Puedo estar tres meses sin ver a mi novia con los huevos inflados como sandías y pasarme por los mismos a los fuckers del Erasmus que luego vuelven con la suya como si nada hubiera pasado. Fortalecer una relación en la distancia no es para todos, yo lo entiendo.
Puedo estar 5 meses sin ver a mi familia y volver por sorpresa para el 80 cumpleaños de mi abuela dejándome dos nóminas en vuelos de la noche a la mañana porque el algoritmo de Ryanair ya no sé lo que va a hacermientras me autoconvenzo de que para eso trabajo y aunque este sea el peor consejo financiero que puedo darte.
Puedo vivir a menos dos grados durante los peores días de invierno en el Atlántico con mis espermatozoides buceando en dos canicas nada más pisar la calle. Me recuerda a cuando enseño una foto mía de bebé, mi mejor época, y me dicen que ojalá me hubiera quedado así. Menos mal que mi novia estaba lejos.
Sé que tengo (y voy) que comprarme un ático porque no soporto ni mis propias crisis como para soportar las de los vecinos de madrugada. Mucho menos las humedades de abajo.
Sé que no me hace falta el 90% de la ropa que meto en la maleta porque eres un inmigrante currante y te pasas con el uniforme de delantal y boina seis días a la semana.
Lo cual me recuerda que, cuando alguien me diga «no puedes hablar de la inmigración si no has sido inmigrante», sonreiré mientras me enciendo un cigarrillo.
Bueno, no fumo, así que me imaginaré con una cerilla y un bidón de gasolina.
Dicen que las mejores etapas son las últimas. Más bien, lo digo yo. No sé si es por la maldita costumbre de que nos damos cuenta de que hay que vivir y disfrutar porque el final esta cerca.
Por eso el último año de uni es el mejor. Por eso la final de la Copa del Mundo es el mejor partido que recuerdas aunque quieras que pierdan los dos. 4 años para volver a vivir una. Se ve lejos, pero recuerdas el Mundial anterior y quién eras tú por aquel entonces e igual piensas que Peter Pan tenía razón.
Nunca más volverás a tener 25 años. Tu madre un día no estará. Esa chica que te gusta y a la que sólo ves en verano algún día vendrá acompañada de su novio. Y tú dirás que ya es tarde.
Parece una carta a mi yo de 18 pero es una carta a mi yo de 50. Cuando eche la vista atrás no me pueda reprochar nada. No me lo perdonaría.
No traigo ningún souvenir. Ni un imán a mis padres, ni una taza a mi hermana ni una postal a mi novia. Sí una cabeza nueva y un bigote perfeccionado.
Pero sí traigo dos regalos.
Uno, la camiseta del equipo de hurling de un compañero de trabajo que en un mes me ha enseñado más cosas que 4 años de universidad. El hurling no es más que un deporte que se han inventado los irlandeses y al que sólo juegan ellos para poder ser buenos en algo.
En la camiseta no sé ni lo que pone. Ni me importa. Está en gaélico. Pero detrás pone Andrew Murphy.
El otro es algo que irritará al Fary e igual hace que conquiste a la Pedroche, a la que le molan los cocinillas. Cuando me vea con el delantal con la serigrafía de la carnicería, igual me dice de ir a ver al Rayo.
Cuando encienda la barbacoa, pele patatas y despiece mi cordero en mi casa en el campo con mis cinco hijos y mi mujer y sabiendo que ya no puedo aspirar a nada mejor, miraré hacia abajo, veré el logo de la cara de mi jefe sobre mi pecho, sonreiré y, después de ser consciente de todo lo que he conseguido, vivido y disfrutado, me diré a mí mismo: «Te lo has ganado, hijo de puta» .
Enhorabuena. Por todo.
Super proud! Mil ganas de verte, Porcu.