Justo después de hacer mi Primera Comunión, me fui de crucero por el Mediterráneo con mi familia.
También me hice mechas rubias, pero eso mejor lo dejamos. Mi madre no quiso que me las hiciera antes de comulgar, y con razón.
En el crucero había un casino, como en todos los cruceros, supongo.
Mi abuelo vivía, y vivía mucho. Hablo poco de él, pero nos parecemos bastante.
Él era de gin tonic y máquina tragaperras a las 11:00 de la mañana. Ahora la gente se come un bol de avena y crema de cacahuete con arándanos y un smoothie.
Dominaba el juego, la ruleta, el dominó y gastaba más en lotería que lo que tú y yo juntos ganamos en un año.
Le gustaba y se lo pasaba bien. Nada más.
Le gustaba tanto que montó una empresa de casinos que factura una burrada al año y cuyo accionista mayoritario es una filial de Blackrock, el mayor gestor de activos del mundo. Los socios minoritarios somos la familia.
Como me voy del tema, vuelvo al Mediterráneo, que me veo naufragando.
El plan de después de cenar en el crucero eran las partiditas de Bingo.
Yo me sentaba con mi abuelo a ver el percal.
Me pasa igual cuando mis colegas van a la ruleta, palman 50€ y yo me quedo descojonándome viendo lucecitas, números y escuchando insultos.
Ese crucero, se ve que mi abuelo tuvo suerte, que cada noche cantaba línea.
Él, para pasárselo todavía mejor, me mandaba a mí a la mesa a que comprobaran el cartón y a recoger el premio.
La cara de la peña te la puedes imaginar cuando un chaval de 8 años les revienta al bingo y sube a por la pasta.
–Benito tiene línea –decía la jefa.
Era un descojone.
No te vas a creer que cuando alguien me veía desayunando, por el pasillo, en las excursiones o de nuevo en el casino, decían:
–¡Mira! ¡Es Benito el del Bingo!