3 momentos estelares de mi vida dignos de ser escritos
Este es un texto muy largo, quizá demasiado.
Es una recopilación de tres momentos de mi vida, tres recuerdos, que marcaron un punto de inflexión en mi vida.
Un cúmulo de hechos y decisiones que me han traído hasta aquí.
El día que me caí de la trona
A los pocos meses de nacer, mi familia paterna, que vive en Torrevieja, vino a Calpe a visitarme.
Yo no recuerdo nada, sólo dormía, lloraba y cagaba, ¡de qué coño me iba a acordar! Los bebés cagan demasiado para lo poco que comen.
Mi madre no estaba en casa. A mi cargo se quedaron mis tíos, entre ellos mi madrina, y mi padre.
Estaba en la trona, ese mueble acolchado de un metro de alto que tiene dentro una bañera. Me cambiaban entre dos o tres personas. Era el juguete de la familia.
En algún momento, se oyeron muchos pitos de coches desde la calle: una boda.
Esto me recuerda que ya nadie sale a pitar, ni cuando se ganan ligas ni cuando se casa alguien. El mundo moderno, supongo.
Los encargados de adecentarme y quitarme dos kilos de mierda de encima salieron corriendo al balcón a acompañar los pitos con aplausos.
El ruido y el jolgorio cesaron, pero otro más ensordecedor heló hasta las paredes del horno:
¡PUM!
Yo, que no podía estarme quieto con 2 meses y ya apuntaba maneras, había decidido que el colchón no estaba muy cómodo, que prefería el suelo.
Decidí suicidarme, y apenas 3 kilos de Maldito Benitín chocaron contra el frío azulejo haciendo el ruido de dos sacos de ladrillos.
–¡Hostias, el crío!
Los que se habían olvidado de mí me encontraron llorando en el suelo, enterito. O eso llevan creyendo toda la vida.
Seguramente, me di en la cabeza y así me he quedado, marcando un punto de inflexión.
Y ese fue el primer momento estelar de mi vida, que está relacionado con el tercero.
Obélix se cayó en la marmita, asesinaron a los padres de Batman y yo me caí de la trona.
Si la pared y la seguridad están a la izquierda y el vacío, la incertidumbre y la caída a la derecha, escojo tirarme. Siempre al revés. Siempre contracorriente. Siempre el camino difícil.
Segundo de bachillerato
Sólo he estudiado una vez en mi vida, y fue en cuarto de carrera.
En clase me sentaba con el más listo de la universidad, y, él no lo sabía, pero me picaba.
«Si este tío saca matrículas, yo también».
Recuerdo Derecho Penitenciario, que trata sobre los derechos de los presos. La gente la veía jodidísima. Él sacaba matrícula y yo la segunda mejor nota de la clase.
Nada comparable con mis notas en Segundo de Bachiller: 2 suspensos en el 1º trimestre, 6 en el 2º, 5 en el 3º.
Ser el payaso de la clase no valía para aprobar exámenes.
Lo exámenes de química eran una masacre. La nota más alta fue un 3’5. Las chicas que sacaban 0’75 y no pasaban del 1 nunca me preguntaban qué hacía para sacar un 3’5. Siempre un ejemplo a seguir.
Mis padres sufrieron más que yo. «Este chico no vale para nada. Qué cojones habremos hecho mal. Se lo hemos dado todo y va a repetir, es una infamia para la familia».
En una discusión con mi padre, que me echaba la bronca por estar con el móvil, me dijo algo que no recuerdo pero que me reventó por dentro, y yo reventé el móvil que tenía en las manos. Lo partí por la mitad como quien parte una rosquilla y desde entonces no he vuelto a tener un Samsung. Si no soportan mi furia, no los quiero.
En las recuperaciones las aprobé todas. No había aprobado un examen de química, ni de mates ni de biología, pero fui a selectividad y saqué notables en todos esos exámenes. No me copié, palabrita.
Con un 8,5 de 14 en selectividad, decidí, con todos mis huevos, tirar la solicitud en Medicina, porque la esperanza es lo último que se pierde y un fallo informático en los sistemas de la universidad era más que factible.
En enfermería tampoco entré por 0,25, así que, habiendo hecho el bachillerato científico, entré en derecho, no sé si por tradición familiar o por presión popular, porque llevaba escuchando lo de «¿con quién vas a trabajar, con tu madre o con tu padre?» desde que el mar muerto estaba enfermo.
Mientras mis colegas de letras acababan educación física en el jacuzzi sin hacer ni el huevo, yo trataba de entender qué era un logaritmo neperiano y cuántos moles y bemoles tenía un átomo de hidrógeno.
Yo siempre al revés, siempre contracorriente. Siempre el camino difícil. Lo de la trona ya dejaba ver las consecuencias.
Ahora, 19 de noviembre de 2023.
Con el título de abogado en Google Drive cogiendo polvo, con varias empresas familiares cuyo sucesor no está, pero que yo sé que siempre se le esperará, y con una cartera de clientes y un despacho de abogados funcionando, algo por lo que cualquier recién graduado mataría, a mí me ha dado por renegar de todo ello, ir por libre y meterme en un pifostio del que sólo he sabido salir de una forma: hacia adelante, o hacia el vacío.
Miro a la izquierda, a la derecha, hacia adelante y hacia atrás y sólo veo una cosa: el vacío. Y eso acojona, mucho.
Pero el único responsable de lo que haga y de cómo salga soy yo.
Podría echarle la culpa al “destino”, a Dios o a cualquier otra circunstancia, pero sería engañarme a mí y engañar a todo el mundo, aparte de ser un sinvergüenza.
El único responsable de eso, adivina quién es. Yo.
Y el responsable del resultado, adivina también quién será. Pues eso, yo.
Pienso en mis padres y en cómo tiene que ser llevar trabajando 30 años para darle a tus hijos una vida próspera, tranquila y cómoda y que llegue un gilipollas como yo a decirles que no lo acepto, que eso está muy bien pero que quiero cosechar lo mío.
Me paro a pensarlo y quizá esté siendo muy egoísta. No sé de qué cojones voy metiendo a mucha gente en todo esto, y lo que es peor, haciéndoles partícipes de mis impulsos, mis ilusiones y mis idas de olla.
Un día de 2021, sentado en una oficina con aire acondicionado y trabajo de sobra, se me ocurrió comprar un vuelo sin billete de vuelta a Irlanda sin saber muy bien qué estaba haciendo, ni cuánto duraría. A verlas venir. A empezar de cero. A pasar una Navidad con un buen amigo y yo solos, con ganas de llorar y depresivo porque la Navidad sin familia es otra cosa, pero no es Navidad.
Mi familia y mi novia se lo tuvieron que tragar. Qué remedio. El gilipollas de mí no se puede estar quieto. Siempre le falta algo, siempre quiere más.
Pienso en lo bien que estaría yo con mis demandas y lo que podría conseguir en ese mundo. Lo bien que estaría librando los findes, teniendo vacaciones en agosto y pudiendo hacer planes y organizar viajes de vez en cuando.
¿O quizá no lo estaría tanto? A Irlanda me fui huyendo de la ansiedad de hacer todos los putos días lo mismo, en el mismo sitio. No lo sé.
He renunciado a todo eso, y la verdad es que no sé muy bien qué coño estoy haciendo.
Y cada día que pasas sé menos.
El otro día hablaba con un colega y me preguntó cómo surgió lo de montar un chiringo de fritanga:
–Si te digo la verdad, ha sido un accidente. Esto iba a ser una pizzería, pero mi socio pizzero me dejó tirado; luego una gofrería, y al final será lo que va a ser. Lo pienso en frío y no tiene ningún sentido. Un abogado metiéndose en hostelería, sin tener ni puta idea de nada... A veces me digo a mí mismo: «¿Qué cojones estás haciendo, macho?». Pero bueno, la vida es eso. Reconocer que no tenemos ni puta idea de nada e ir mejorando sobre eso. Me equivocaré 50.000 veces, lo arreglaré y tiraré para adelante. Y quién sabe dónde estaremos dentro de un año. Dentro de tres.
Desde hace un año hasta el día de hoy, nunca en mi vida he tenido tantas ganas de llorar, tantas inseguridades ni tantos desequilibrios mentales.
Un día te levantas siendo la polla en vinagre, un crack, un mastodonte, y por la tarde eres la misma persona pero hecha una mierda, eres un inútil, no sabes hacer nada o no crees que sepas hacerlo y que lo que haces no tiene ningún sentido.
Ni cuando me caí de la trona me dolió tanto, ni cuando estuve a punto de ser una vergüenza familiar que iba a repetir curso me daba tantas vueltas la cabeza.
El viernes fui a una ponencia de José Juan Fornés, el dueño de Masymas.
Contaba que su familia, en los 80, tenía una empresa de distribución de alimentación mayorista y él, con sus huevos, abrió la primera tienda en Pedreguer.
Hasta el tercer año no dieron beneficios. El cuarto año compraron otra empresa del pueblo.
Dos años en pérdidas, dos años predicando en el desierto.
En el turno de preguntas levanté la mano y me dieron el micrófono, porque yo esas oportunidades ya no las desperdicio.
Le pregunté qué le pasó por la cabeza para no mandarlo todo a la mierda durante esos dos años, qué se dijo a sí mismo para no abandonar y decir «Voy a montar masymas».
Tenía a mi padre al lado. Mi madre estaba una fila más adelante, en diagonal. Se miraron sin decir nada pero se entendieron, que así es como se miran los que llevan 30 años juntos.
–Igual este hijo no nos ha salido tan tonto –se dijeron. Y yo pensé que mi podcast de entrevistas sería el mejor del mundo.
José Juan respondió:
–Porque el mundo me miraba. Mis padres me miraban. Mi novia me miraba. ¿Qué imagen tendrían de mí? ¿Qué ejemplo le estaría dando al mundo? No tenía más remedio que seguir. Todo ese aprendizaje adquirido en dos años haría que en el futuro todo fuera más fácil, y la recompensa se dispararía.
No hay más remedio que seguir.
No hay más remedio que saltar al vacío, el suelo ya nos frenará.
Siempre hacia el lado inexplorado. Siempre a saciar la curiosidad.
Siempre al revés. Siempre contracorriente.
PD: Dicen que si eres de los que sufre en silencio y no expresa sus sentimientos, te mueres de una úlcera en el intestino. A este newsletter le agradezco ser mi válvula de escape, mi tratamiento particular.